lunes, 21 de abril de 2008

página Webb

Si a Bertol Brecht le hubiese gustado el baloncesto (hipótesis absurda) tal vez habría podido escribir que hay jugadores que nos conmueven durante algún partido y son buenos, otros que nos conmueven durante varias temporadas y son mejores, y luego están aquellos que nos conmueven durante toda su carrera, y que son los verdaderamente extraordinarios. En aquellos raros días de finales de marzo, metidos en idas y venidas de minivacaciones, metidos en el pleno apogeo de la NCAA y calentando ya motores para los playoffs NBA, casi se nos pasó una pequeña reseña, venida también de USA, que nos comunicaba la retirada definitiva de las canchas de uno de ellos, uno de los jugadores más conmovedores (y por ello, más extraordinarios) que hayamos tenido ocasión de disfrutar en estos últimos quince años: don Mayce Christopher Webber, natural de Detroit (Michigan), ex jugador de los Wolverines de la Universidad de Michigan (mal que les pese), de los Golden State Warriors, de los Bullets/Wizards de Washington, de los Kings de Sacramento, de los Sixers de Philadelphia, de los Pistons de Detroit y finalmente, por unos días tan solo, otra vez de aquellos Golden State Warriors.

No, no hablaré de números, que nadie se asuste, no compararé estadísticas en unos u otros lugares, no evaluaré cuantitativamente su impacto en la Liga, no. A mí eso no me sale. A mí sólo me sale hablar de sensaciones y esas nacieron hace ya más de década y media, cuando allá por el invierno y la primavera del año de gracia de 1992 comenzaron a llegarnos noticias acerca de cierto chaval que, no habiendo cumplido aún los 19, estaba ya causando un impacto brutal en su primera temporada universitaria.

Pero no estaba solo. Eran él y cuatro más, eran los Fab Five, la maravillosa generación llegada al campus de Ann Arbor, cinco maravillas que arribaron todas al mismo tiempo para dar lugar al hecho insólito de un quinteto titular integrado exclusivamente por jugadores de primer año. Era un baloncesto que encandilaba, que alcanzó el Torneo, que llegó a la Final Four, que se plantó en la final y allí ya no pudo resistir el arrollador empuje de Blue Devils llamados Christian Laettner, Grant Hill, Bobby Hurley. Eran subcampeones pero no importaba, al año siguiente volverían otra vez...

Vaya que si volvieron. Volvieron al torneo, volvieron a la Final Four y allí les descubrimos en todo su esplendor, Jimmy King, Ray Jackson, Jalen Rose, Juwan Howard y por supuesto Chris Webber, vestidos de amarillo y/o azul, con sus inconfundibles zapatillas y medias negras, con su incomparable aire de rebeldía hacia todo lo establecido. Su juego era un soplo de aire fresco, daba gloria verles volar sobre la cancha, contemplar aquel baloncesto trepidante que casi nos ensanchaba los pulmones. De nuevo la final, de nuevo un grande entre los grandes, esta vez no Blue Devils sino Tar Heels... de nuevo derrota.

Pero qué derrota. Hay derrotas que simplemente dejan huella, pero hay otras que se llevan toda la vida a cuestas como una auténtica cruz. Para sus compañeros fue la más dura de las derrotas pero para él fue LA DERROTA, con mayúsculas. La de aquella última posesión que tal vez aún podría cambiar el resultado, la de aquellos pasos que cometió y no le pitaron, la del tiempo muerto que pidió como un poseso nada más llegar a campo contrario, agarrándose como a un clavo ardiendo a la jugada salvadora que tal vez el Coach Fisher pudiera diseñarles... sin reparar en el pequeño detalle de que sus tiempos muertos estaban agotados ya.

Y de repente, al mismo Webber que se había salido en aquella Final Four, al mismo que llevaba dos años jugando como los ángeles le empezaron a caer palos de todos los colores. Que si sería un perdedor, que si no sabría jugar bajo presión, que si... También recibió apoyos, y cuentan que hasta un aficionado al baloncesto llamado Bill Clinton le llamó desde su casa (blanca) para testimoniarle su admiración y afecto, para animarle a que siguiera adelante, para recordarle que aún le quedaban dos años, que su universidad aún le necesitaba, que aún podrían quedarle dos oportunidades de ganar el título de la NCAA...

Era demasiado tarde. Su decisión estaba tomada desde que acabó aquella final, tal vez desde mucho tiempo antes. La NBA le abría sus puertas, le situaba en lo más alto del draft, allá donde se cruzarían los destinos de dos jugadores predestinados para fascinarnos, uno el propio Webber, el otro un estilizado base originario de Memphis, Tennessee, dos metros de estatura y pura elegancia en su juego, que respondía al extraño nombre de Anfernee Hardaway y en quien muchos querían ver al sucesor de Magic Johnson. Qué poquito nos duró la presunta sucesión…

En uno de esos extraños apaños que de vez en cuando suceden, Golden State y Orlando se las arreglaron para elegir a cada uno y luego quedarse exactamente con el otro. Y así nuestro C. Webb se encaminó feliz y contento hacia la Bahía de San Francisco, bello lugar donde le esperaba un no menos feliz y contento Don Nelson. Un Nelson que declaraba sentirse exultante de placer y henchido de satisfacción (más o menos) por haber encontrado por fin a ese cénter que tanto anhelaba, que tanto tiempo llevaba necesitando...

Pero a ver, espere un segundo: ¿un cénter, dijo? Entremos en materia, y para hacerlo viajemos durante unos instantes a aquellos primeros años noventa para recordar a aquellos Warriors, al equipo más atípico (con diferencia) de la NBA de entonces. Unos Warriors que habían hecho de la necesidad virtud, unos Warriors carentes de jugadores interiores, cuyo agujero en el centro a priori les convertiría presa fácil para sus fornidos rivales... y a posteriori les convertía en una auténtica pesadilla. Unos Warriors cuyo sistema de juego apodaban Run TMC, T de Tim (Hardaway), M de Mitch (Richmond) y más tarde de Marciulionis (o como demonios se escriba), C de Chris (Mullin). Unos Warriors que eran una fiesta, un cúmulo de sensaciones, un placer para los sentidos, una máquina de fabricar sorpresas en los playoffs.

Así que el amigo Nelson no dudó en lanzar las campanas al vuelo y proclamar a los cuatro vientos haber encontrado por fin ese cinco soñado durante tanto tiempo. Y al amigo Webber, cuatro puro, cuatro de libro, de manual, cuatro, si me apuran, por aquel entonces más asimilable a un tres que a un cinco, le faltó tiempo para decir que de eso nada, que ni por asomo, que yo no soy ése que tú te imaginas… Tal vez lo que Nelson entendiera por un cinco, desde su run & gun, no tuviera nada que ver con aquello que el común de los mortales entendemos por un cinco; tal vez Nelson no pensara (jamás lo ha hecho) en el típico pívot estatuario para jugar sólo de espaldas al aro, sino en un presunto pívot móvil y versátil capaz de matarte de veinte mil maneras diferentes; tal vez a Webber le faltó entender esto, que él podía ser el hombre de Nelson más allá de las etiquetas que éste pudiera ponerle; tal vez le faltó esperar y ver, tal vez se sintió agraviado antes del agravio, tal vez se puso la venda antes de la herida, tal vez…

Aquello fue sólo el principio, el primer desencuentro de una incompatibilidad de caracteres que se extendería a lo largo de toda la temporada. Ninguno intentó ponerse en el lugar del otro, ninguno intentó entender los puntos del vista del otro, ninguno de los dos dio la más mínima oportunidad al otro. Pensamos que su forma de entender el juego les predestinaría a convertirse en un matrimonio feliz, y sin apenas luna de miel nos encontramos ya un divorcio tumultuoso. La situación llegó a estar tan enrarecida que el traspaso tendría que acabar cayendo por su propio peso. Y cayó y fue a Washington, a unos Bullets que aún eran balas y no magos, que aún no era tan alta la ola de lo políticamente correcto.

Y creo que jamás olvidaré (espero que el Alzheimer no venga a desmentirme algún día) el partido que su nuevo equipo fue a jugar pocas semanas después a la cancha de su antiguo equipo (y que aquí pudimos mediover en la TVE de entonces). Webber, cual Figo cualquiera, era abucheado cada vez que tocaba el balón; pero no tenuemente, no ligeramente, no al estilo USA, no, sino con un grado de hostilidad e irritación relativamente corriente por aquí pero muy pocas veces visto en aquella Liga. Así sucedió durante todo el primer cuarto y durante el comienzo del segundo, y así habría sucedido durante todo el partido de no haber mediado aquella terrible lesión: en un momento dado a Chris Webber se le salió el hombro y allí quedó, tendido en el suelo entre grandísimos gestos de dolor mientras su ex público, inasequible al desaliento, no por ello paraba ni por un segundo de abuchearle.

Aquella lesión, que acarreó quirófano y larga convalecencia, sólo fue su primer problema en la capital del imperio. Muy pronto llegaron otros, éstos de la mano de su íntimo amigo y ex compañero de Michigan Juwan Howard. De alguna extraña manera Howard, recién llegado a la Liga, se las arregló para firmar por Washington al mismo tiempo que Webber. Algo que en buena lógica debería resultar positivo para ambos, que de esta manera se sentirían mucho más arropados... Demasiado arropados, quizás. Y empezaron a pasar cosas fuera de las canchas: que si estruendosas fiestas por aquí, que si presuntas acusaciones de violación (más tarde desmentidas y sobreseídas totalmente) por allá... Quizás nada fuera para tanto, quizás nunca llegara la sangre al río pero todo fue sumando, todo se fue acumulando en su expediente, creándole una etiqueta que no mereció ni hizo nada por ganarse.

Y por si todo esto fuera poco, los Bullets/Wizards, en un portentoso alarde de planificación, incorporaron del siguiente draft a Rasheed Wallace. Es decir, que si no quieres caldo pues toma tres tazas, tres maravillosos cromos repetidos exactamente en la misma posición de cuatro, en un equipo curiosamente lleno de carencias en todas las demás posiciones de la cancha. Aquello no tenía ningún sentido, ni como opción de futuro ni (aún menos) de presente, así que parecía evidente que algo tendrían que hacer, que un traspaso llegaría más pronto que tarde. ¿Un traspaso, dije? Antes de que nos diéramos cuenta ya estaban fuera los tres.

El resto de la historia ya se la sabe todo el mundo. De nuevo Webber cruzó de esquina a esquina el país para aterrizar en la capital de la soleada California, en una ciudad de Sacramento que aún tenía el dudoso honor de albergar una de las franquicias malditas de la Liga, una de esas franquicias como los Nets o los Clippers, tan históricas como incapaces de llegar jamás a nada. Los Kings querían cambiar eso de una vez por todas, y habían elegido a nuestro C Webb como la primera piedra de su nuevo proyecto...

Y a fe que lo cambiaron. De repente el equipo más anodino se convirtió en el más atractivo, el más prescindible se convirtió en el más imprescindible. Junto con esta piedra fueron llegando otras, el insigne Divac, el eminente Stojakovic, el discreto Christie, el mágico Jason Williams más tarde reemplazado por el más sensato (pero no menos mágico) Bibby... Y de un día para otro (de un año para otro, más bien) Sacramento pasó de la nada al (casi) todo, de cero absoluto a valor en alza, y de ahí a poder establecido. Aspirar al anillo ya era un hecho, ganarlo... Ganarlo ya era otro cantar.

El año de gracia de 2002 Webber volvió a aquella vieja escena de 1993, volvió a tocar la gloria con los dedos. Aquella final del Oeste frente a los Lakers pareció diseñada por Hitchcock, aquella final tuvo de todo, tuvo hasta un partido imposible, el cuarto de la serie, un partido que Sacramento perdió sin haber ido jamás perdiendo, sin haber estado ni una sola décima de segundo por detrás, nunca... hasta que aquel balón fue a parar a las manos de Horry y éste lanzó su triple literalmente sobre la bocina.

Y aquello llegó al séptimo partido, y en éste incluso hasta la prórroga, y Sacramento lo tuvo en casa, lo tuvo a huevo pero a la hora de la verdad pesó más tener un monstruo llamado Shaq, pesó más la experiencia de unos Lakers campeones. Nunca como aquella vez estuvieron tan cerca de coger aquel tren que finalmente pasó de largo. Aquel tren que tal vez volvería a pasar, pero que ya jamás pasaría tan cerca.

Pero todo se lo perdonamos a cambio de las enormes dosis de felicidad que nos proporcionaron durante aquellos años. En tiempos de férrea espesura táctica ellos parecían proponer un modelo alternativo, la versión baloncestística del haz el amor y no la guerra. Pero no divertían porque sí, porque simplemente corrieran, fueran vistosos e hicieran mates y cabriolas por doquier. No, ellos divertían, sobre todo, porque jugaban bien: porque nadie practicaba un baloncesto tan colectivo como ellos, nadie movía el balón tan rápido como ellos, nadie pasaba tan bien como lo hacían ellos, todos ellos, del base al pívot, del primero al último (y Webber, no ya entre ellos, sino el mejor de todos ellos). Sus partidos eran una fiesta pero eran además un clínic de pase, un verdadero clínic de baloncesto bien jugado.

Y jugando bien ganaron mucho, muchísimo. Lo ganaron casi todo, pero no pudieron ganarlo todo. Y entonces a los eternos etiquetadores de siempre les faltó el tiempo para aflorar de nuevo, para recuperar la derrota del 93, unirla con ésta y a partir de una y otra colocarle al bueno de Webber el terrible cartel de perdedor. Desempolvaron otra vez aquel lejano tiempo muerto que nunca debió pedirse, lo unieron con unos pocos tiros libres fallados en este momento cumbre (sin tener en cuenta para nada su ristra de canastas anotadas justo antes de ese mismo momento) y decidieron que Webber nunca podría ganar nada porque era absolutamente incapaz de ganar nada, de superar con éxito la presión, cualquier presión. Y se quedaron tan anchos.

La historia evidentemente les dio la razón, pero no estará de más averiguar el porqué. No estará de más olvidarnos de presuntos fantasmas psicológicos y ceñirnos a nada presuntos fantasmas físicos. Porque el tren del anillo aún podría volver a pasar, pero Webber (y con él, todo su equipo) ya no tendría fuerzas para agarrarlo al vuelo, para subirse en marcha. En un momento dado sus piernas ya no eran las mismas, sus rodillas ya no eran las mismas, su rodilla izquierda, su dichosa rodilla izquierda ya no era la misma, su imponente articulación de antaño ahora convertida en un horroroso amasijo de huesos y tendones. Una rodilla que se lesionó y se volvió a lesionar, y se relesionó y se volvió a relesionar, una y otra vez sin que jamás se recuperara como es debido. Una rodilla que dijo basta, que decidió que ya estaba bien, que hasta aquí habíamos llegado.

Eran definitivamente malos tiempos para un Webber que nunca fue, o nunca se sintió, feliz en Sacramento, ni siquiera en aquellos primeros años dorados. La ciudad no le gustaba, se le quedaba pequeña, tal vez buscara más exposición mediática en un mayor mercado, tal vez echara de menos una gran urbe como Detroit, y hasta se quejaba a los cuatro vientos ante la imposibilidad de encontrar un buen restaurante... Tanto quiso irse que hasta los propietarios de los Kings, los peculiares Hermanos Maloof, compraron espacios publicitarios en su honor, le llenaron el camino de casa al trabajo (o sea, al pabellón) de anuncios, de vallas en las que podía leerse algo muy parecido al típico Webber quédate... Y se quedó, y se supone que hasta acabó sintiéndose medianamente a gusto, y hasta consiguió solucionar ese problema del restaurante (montando el suyo propio).

Ojalá todos los problemas tuvieran tan fácil solución. Por si su maldita rodilla no fuese bastante, apareció una nueva complicación para amargarle la vida desde el lugar que él menos habría podido imaginar: su alma máter, su venerada Universidad de Michigan. Desde allí empezaron a llegar noticias acerca de un extraño y misterioso personaje al que apodaban Tío Ed, un sujeto que presuntamente haría supuestos regalos a los chavales, bien antes, bien durante su etapa universitaria. Y sabido es que entre los doscientosmil millones de reglas de la NCAA existe una que prohíbe absolutamente que los estudiantes/atletas reciban cualquier clase de contraprestación ajena a la beca propiamente dicha, así se trate de un coche deportivo último modelo o de una simple entrada para que su madre vaya a verles jugar. Y la conexión del tipo con la Universidad no se ve pero se intuye, y en caso de duda se presupone siempre la culpabilidad.

Así que la Universidad de Michigan, ante el temor de que les cayera alguna terrible sanción de la NCAA, ante el pavor de verse apartados del torneo final o, aún peor, de ver recortado el suministro de fondos para sus programas deportivos, decidió cortar por lo sano. No pudiendo apartar a los jugadores (por no formar ya parte de la universidad), decidió renegar de ellos. Decidió repudiarlos. Decidió sacarlos de su historia, como si jamás hubieran formado parte de los Wolverines, como si jamás hubieran pisado el campus de Ann Arbor, como si jamás hubieran existido. Tipos como Webber o tipos que aún nos son más próximos, como aquel inmenso Tractor Traylor que paso por Vigo, o como el mismísimo Sweet Bullock que sienta cátedra en Madrid. Apestados cuyas estadísticas ya no están en los libros, cuyos récords ya no están registrados, cuyos apellidos ya ni siquiera forman parte de las alineaciones, de los quintetos (reconvertidos en cuartetos o en tercetos) de todos aquellos maravillosos años.

De puertas afuera, Webber sólo pareció ligeramente afectado. Pero a cualquiera que haya leído alguna vez sus declaraciones recordando aquella etapa no le resultará difícil imaginar que su apariencia sólo era la punta del iceberg, que la verdadera procesión debió ir por dentro. La Universidad de Michigan le había arrancado de su historia, y fue como si a él le hubieran arrancado los dos mejores años de su vida.

Tocado anímicamente, hecho polvo físicamente... Cuando en los comienzos de 2005 fue traspasado a los Sixers algunos nos echamos las manos a la cabeza, pero están locos, pero cómo es posible, pero cómo se les ocurre soltar un jugador así prácticamente a cambio de nada... Nos engañábamos a nosotros mismos, no negábamos a reconocer que aquel Webber ya no era ni la mitad del verdadero Webber, del otro Webber que un día habíamos conocido y admirado.

Y sin embargo aún nos daría tiempo a disfrutar de alguna de sus inmensas lecciones de clase y fundamentos, aún nos daría tiempo a descubrir que Chris Webber con una sola pierna podía ser mucho mejor jugador que muchos otros con dos. Aún sentaría cátedra en Philadelphia y más tarde en Detroit, en sus Pistons del alma, aquellos Pistons que un día fueron Bad Boys, que le llenaron de posters su habitación, que alimentaron sus sueños adolescentes. Formar parte de sus Pistons ya era un sueño, ganar algo con ellos... Tampoco pudo ser.

Ya tan solo quedaba cerrar el círculo. La temporada 2007/2008 nos presentaba a un C. Webb en estado de prejubilación, tan solo a la espera de decidir dónde cerraría definitivamente su carrera. Podría haber ido a parar a cualquier otro sitio pero fue a los Warriors, a aquellos Warriors traumáticos de su temporada rookie, a aquellos cuya afición nunca había dejado de abuchearle en ninguna de sus visitas, a aquellos que ahora, cosas del destino, volvían a estar entrenados por el mismo Don Nelson con quien salió tarifando quince años atrás. El tiempo lo cura todo, dicen, y en este caso no podría ser más cierto: este Webber de 35 años apenas se parecía ya a aquel otro de los 20; incluso el propio Nelson ya nada tenía que ver con aquél que en los primeros noventa pretendía casi revolucionar el baloncesto.

Así que le recibieron como al hijo pródigo, con los brazos abiertos... pero de nada sirvió. Ya ni el talento bastaba, ya ni la otra pierna respondía, ya apenas se aguantaba sobre la cancha. Necesitó nueve partidos para apreciar la enorme diferencia entre arrastrar sus limitaciones y arrastrarse sobre la pista. Esta vez sí, definitivamente, había llegado el final.

Algunos sólo recordarán al jugador que pareció predestinado a ganarlo todo y sin embargo nunca ganó nada, al que perdió un título universitario cuando lo tenía a un paso, al que perdió un título profesional que tuvo apenas a dos pasos. Cada uno es muy dueño de recordarlo como quiera, faltaría más, pero yo preferiré recordar siempre al jugador que tanto me maravilló, me fascinó y (sobre todo) me conmovió durante estos últimos quince años inolvidables. A ese jugador que quizás nunca fuera el mejor (tampoco anduvo muy lejos), pero que siempre hizo que le sintiéramos como a alguien realmente especial. Y ya se sabe: están los buenos, los mejores y finalmente los especiales, tan escasos que son absolutamente imprescindibles.

Apenas has acabado de irte y te estamos echando de menos, Chris...

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